PREHISTORIA

Hay una “prehistoria” de las Doctrinas Rurales en los “corralones” de Málaga donde el Beato Tiburcio Arnaiz S.J.  desarrolló una intensa labor evangelizadora. Los “corralones” eran casas de vecinos donde cada familia únicamente disponía, para su intimidad, de una habitación o dos, alrededor de un gran patio que todos compartían para guisar, lavar, tender la ropa y otros menesteres. El P. Arnaiz alquilaba, o le prestaban, una de estas estancias y mandaba a algunas de sus dirigidas para tener allí una escuela improvisada; enseñaban a leer y escribir a aquellas gentes, nociones de cultura general, y luego dividían a las mujeres, los hombres y los niños en secciones separadas para ir explicándoles lo más elemental de nuestra fe: que hay Dios y que nos ama hasta el extremo de dar la vida por nosotros, que tenemos alma, la vida eterna… El Padre se presentaba al cabo de un mes o dos y les predicaba a todos como una Misión. Durante su vida se trabajó así en unos veinte corralones, y el cambio obrado en ellos redundó en beneficio de la vida social de Málaga.

Sin embargo, el P. Arnaiz llevaba clavado en el alma el abandono de los campos, y en sus continuas misiones fue madurando un proyecto de evangelización nuevo y original en su forma. A Emilia Werner, una de sus primeras colaboradoras, manifestó una vez, comentando el trabajo que se hacía en los corralones: “Esta no es mi idea. Lo que yo pienso es que sean señoritas las que vayan, por el amor de Dios, a poner escuelas temporalmente en los pueblos y lagares”… “Cuando Dios quiere una cosa, todo se hace posible; manda las personas y los medios. Si Él quiere esto, se hará cuando Él lo tenga dispuesto”.

ENCUENTRO PROVIDENCIAL

La hora en el reloj de Dios sonó cuando visitó por primera vez la Sierra de Gibralgalia (Málaga). Mientras predicaba una misión en Pizarra, subió a Gibralmoro, monte que domina todo el pueblo, para la bendición de un monumento al Corazón de Jesús, desde esta altura divisó las casitas de la Sierra; al oír que vivían allí varios cientos de personas muy abandonadas en todos los sentidos, allá se encaminó. No tenían iglesia, ni carretera, sólo un  mal camino de caballería  para acceder. Pasó en la Sierra un día y una noche sin descanso, y la gente buena y sencilla se volcó, recibiendo la primera Comunión casi todo el pueblo.

Al llegar a Málaga, con el corazón consolado por lo que había vivido, y destrozado a la vez, pensando en tantos que no conocían a Jesús, simplemente porque nadie se lo anunciaba, se encontró, por la providencia de Dios, con María Isabel González del Valle.

María Isabel acababa de recibir hacía unos meses una gracia "tumbativa" y desde entonces buscaba "hallar la voluntad de Dios en su vida". Ella se sentía llamada a irse “por esos pueblos de Dios, con su casina a cuestas, dando a conocer a todos, el Padre que tenemos”. Después de varias consultas y tentativas en algunos institutos religiosos sin encontrar en ellos su vocación, estaba decidida a marcharse a las islas Carolinas, pero cuando el P. Arnaiz le propuso subir a aquella aldeíta “que estaba peor que el Japón”, María Isabel, al momento, manifestó su incondicional disposición para comenzar cuanto antes.

PRIMERA DOCTRINA

Sin embargo todavía hubieron de esperar un año, hasta enero de 1922, porque no encontraban a nadie que quisiese acompañarla, pues era algo inusitado en aquel tiempo y tan atrevido, que se levantó una polvareda de críticas al Padre por su celo “desmesurado” y “temerario”, ya que las que fueron,  quedaron privadas del consuelo de la Misa diaria y la frecuencia de los sacramentos. Aquel “disparate” sólo lo entendieron algunos, como el P. Cañete, entonces Provincial de la Compañía de Jesús en Andalucía; él decía que aquello era “dejar a Dios por Dios” y también lo entendió el santo obispo D. Manuel González, que al mes de estar María Isabel y sus compañeras en la Sierra, les concedió permiso para tener con ellas el Santísimo Sacramento.

En una choza, arreglada con lo más preciado que tenían las que subieron, pusieron al Señor y, con el ritmo de clases, catecismos y vida espiritual que les marcó el P. Arnaiz, comenzó “la historia” de la Obra de las Doctrinas Rurales.

     “… tres clases diarias. Por la mañana de 9 a 11 para los niños. Por la tarde de 3 a 5 para las niñas y luego las mocitas; y por la noche de 8 a 10 a los hombres.

     A todos se enseñaba lo mismo: doctrina, lectura, escritura y cuentas. Se hacían cuatro secciones de media hora; cada maestra enseñaba una cosa y pasaban todas las secciones por todas.

En vida del P. Arnaiz  se tuvieron veinte “Doctrinas” (así llamaban a la estancia de las catequistas más o menos larga en los pueblos o cortijadas).

María Isabel se entregó de por vida a esta Obra pues había dado con lo que Dios quería de ella, y tras la muerte del Padre, fue ella la que la consolidó con grandes sufrimientos y contradicciones, pues muchos quisieron “redirigirla”, con retoques en algunos puntos que la pusiesen más a tono con la concepción ordinaria de vida religiosa (noviciado, votos, casa fijas,...)

No pensaba el P. Arnaiz  ni María Isabel en ninguna fundación religiosa, simplemente, uno y otro, concibieron una forma de vida y de entrega al Señor que tuviese toda la flexibilidad necesaria y la libertad de movimientos que tiene un seglar que vive de sus propias rentas y es dueño de su tiempo para emplearlo en el apostolado, sin más trabas que las indispensables a todo católico deseoso de perfección en la vida apostólica.

 

María Isabel se sintió llamada por el Señor a la instrucción humana y cristiana de los más abandonados, material y moralmente. Ese era el punto firme de su vocación, como lo era que tal apostolado había de ejercitarlo sin más trabas que las de la moral y el dogma y la obediencia eclesiástica común a todos los fieles. Le parecían los pobres los más abandonados porque, aunque quisieran, no podían tener a su alcance los medios que los ricos tienen para todas sus necesidades espirituales.

En resumen, la Obra de las Doctrinas Rurales según la vivieron los fundadores no tiene otra estabilidad, ni defensa, ni ideal que el de darse totalmente a Jesucristo en los prójimos más desasistidos espiritual, moral, social y materialmente, en los campos y suburbios, sin otros límites, como se ha dicho, que los del sentido común cristiano y la indispensable coordinación de los trabajos y la vida de comunidad.