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INFANCIA Y JUVENTUD
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CONVERSIÓN
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ENCUENTRA SU VOCACIÓN
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LAS DOCTRINAS RURALES
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ARRECIAN LAS PRUEBAS
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CONSOLIDACIÓN DE LA OBRA
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ÚLTIMOS AÑOS Y MUERTE
INFANCIA Y JUVENTUD
María Isabel González del Valle Sarandeses nació en Oviedo el 2 de julio de 1889. Fue bautizada al día siguiente. Era la decimosegunda de los quince hijos del matrimonio formado por Don Anselmo y Doña María Dolores.
De familia acaudalada, su educación fue esmerada y profundamente cristiana. Incluso llegaron a obtener el permiso para tener, en la capilla de su casa, el Santísimo, y así, el trato íntimo y continuado con el Señor, se hizo en ella connatural.
Dos anécdotas de su niñez, que tienen dejos de profecía, hacen sonreír por su inocencia.
La primera ocurrió cuando tenía siete años y la cuenta ella misma. Dice que paseaba por un “pradín de margaritas” y, leyendo un libro infantil que traía el pasaje del “joven rico”, impresionada por las palabras de Jesús e ignorando su privilegiada situación, exclamó: “Yo no seré nunca rica” y se sintió “toda invadida de Dios”.
La segunda no le aconteció a ella propiamente, aunque sí fue la protagonista del hecho: Cuando cumplió nueve años, sus padres la internaron, como habían hecho con sus hermanas, en el convento de las Salesas, con el fin de que se dispusiese lo mejor posible para recibir a Jesús Sacramentado. Una de las monjas, durante la función del último día de mayo, vio «una multitud de almas que seguían a una de las internas», y cuando ésta volvió la cabeza, reconoció en ella a María Isabel. La religiosa contó lo ocurrido a su comunidad, en la cual había una hermana de María Isabel y por ella se supo después.
Al poco de haber recibido la Primera Comunión, falleció su madre; María Isabel se consagró entonces a la Santísima Virgen y, según ella misma refirió tiempo después en la intimidad, «la Señora» se le mostró verdaderamente como su Madre.
Pasó su adolescencia y juventud en medio de la abundancia de su casa. Su hermano mayor la describe así:
«Era agraciada y sobre todo muy expresiva. Siempre llamó la atención, de los que la veían por primera vez, la viveza de su mirada y su conversación… La inteligencia era muy poderosa… Generalmente era cabeza de pandilla por ‘aclamación tácita’ y a todos arrastraba. Caprichosa era mucho, más que veleidosa… Fue siempre cariñosa y estaba pendiente de lo que agradaba a los demás… La cualidad más saliente en ella fue la grandeza de alma… La humildad la tenía ‘in radice’, como demostró en los arranques en que tuvo que vencerse heroicamente… De orgullo no había nada…»
Alrededor de los veinticinco años, durante la época en que vivió en Madrid, sus amigos la llamaban «la reina»; tal era la influencia y amable dominio que ejercía sobre todos. Varios de ellos la pretendieron. El P. Castro S.J. que la conoció bien, comentó sobre este periodo:
En el mundo era alegre, de mucho corazón, muy querida de sus amistades y apasionada de sus amigos, limpia en sus costumbres, aunque muy animada y amiga de viajar y salir y entrar….
Su vida de piedad, entre tantos éxitos y vanidades, se fue enfriando, aunque por la nobleza de su carácter nunca dejó de cumplir los deberes de cristiana y otros ejercicios piadosos que entonces se acostumbraban.
CONVERSIÓN
Así iba pasando el tiempo hasta que comenzó una tanda de Ejercicios Espirituales, a los que acudió sin gana ninguna y simplemente por “cumplir”. El P. Pedro Castro S.J., que fue el quien los dirigió, anotó en su diario:
“Conocí a María Isabel en Madrid, en abril de 1920, con ocasión de unos Ejercicios Espirituales… El día tercero o cuarto, después de la meditación de la Magdalena, se me presentó derramando lágrimas… Su alma se había rendido a Cristo y no de una manera ordinaria. A partir de aquel día pude observar en ella alientos singulares y deseos extraordinarios para desprenderse de todo, morir a todo por seguir a Cristo pobre. Limpia su alma, con una detenida confesión general, su preocupación era comenzar cuanto antes, dejarlo todo y ver cómo y dónde se consagraría al servicio de Dios”.
La “rendición” a la gracia había sido tan verdadera que su vida dio un cambio radical. “A mí lo que me pasa es que estoy enamorada del Señor”, solía decir. «El Señor» sería ya desde entonces “mi Señor”, y la impulsaba a ir con “la casina a cuestas, dando a conocer a todos el Padre que tenemos”.
Su carácter apasionado, claridad de juicio y generosidad sin límites, no admitían demoras, e inmediatamente puso todas sus excelentes cualidades al servicio de su Padre Celestial. Al cabo de tres meses, después de varias consultas y tentativas de ingresar en algún instituto religioso, a los treinta años de edad, el 9 de octubre de 1920, dejó definitivamente el mundo que tanto la aplaudía y halagaba, y se “escondió”, como el grano de trigo, en Bélmez, un pueblo de Córdoba, con dos dirigidas del P. Castro que vivían entregadas a una vida de intensa piedad y apostolado.
El P. Castro quería que trazasen el proyecto de una fundación en favor de los pobres que, según él mismo les sugería, podría llamarse “Obra de los pueblos”. Pero a los pocos días fue destinado a las Islas Carolinas y su partida era inminente, por lo que propuso a María Isabel que fuese a Málaga y se pusiese de acuerdo con una tal Cecilia León, que por lo visto tenía en proyecto hacer una fundación de religiosas en dichas islas, así podría viajar con ella y ayudar en la misión encargada a los Jesuitas.
ENCUENTRA SU VOCACIÓN
Tan expeditiva como era, pronto se encaminó a Málaga a resolver el asunto. El director espiritual de Cecilia León resultó ser nada menos que el santo misionero P. Tiburcio Arnaiz S.J. (beatificado el 20 de octubre de 2018), y María Isabel hizo cuanto pudo por verlo.
El P. Arnaiz contaba con un grupo de seglares que le preparaban algunas de sus misiones y llevaban a cabo una gran labor en barrios marginales de la ciudad; pero su corazón de apóstol sufría lo indecible viendo abandonados tantos pueblos y cortijadas de los campos.
Ya hacía tiempo, después de los trabajos realizados en uno de los “corralones” malagueños, y mientras buscaban una maestra para que se pudiese seguir ocupando de aquello, había dicho muy pensativo a Emilia Werner, una de sus catequistas:
“Esto no es mi idea; lo que pienso es que sean señoritas las que vayan por el amor de Dios a poner escuelas en los pueblos y lagares” (cortijadas donde se cultivaba la viña y se hacía el mosto). A la buena de Emilia, aquello le pareció un imposible, pero él replicó: “Cuando Dios quiere una cosa, todo se hace posible; manda las personas y los medios; si Él lo quiere, esto se hará cuando Él lo tenga dispuesto.”
“Las personas y los medios” llegaron con María Isabel. Precisamente la tarde del 17 de enero de 1921, ella estaba esperando al P. Arnaiz, en el locutorio de las Reparadoras de Málaga, cuando éste llegaba de la Sierra de Gibralgalia, un pago de chozas, en el término municipal de Cártama, en la provincia de Málaga, abandonadísimo en todos los sentidos. El Padre dejó hablar a aquella señorita tan expresiva…, y dispuesta, según le decía ella misma, a irse de misiones a las Islas Carolinas y cuando terminó, sin más ni más, con su fina ironía castellana, le dijo:
“¿Y con esos zapatos y ese vestido se va usted a ir a las Carolinas?”. Y continuó:“¡Qué Carolinas ni Carolinas!, cuando, ahí a dos pasos de Málaga, vengo yo de un pueblo donde ofrecí un rosario de cristal a quien supiera hacer la señal de la cruz, y ni uno solo supo hacerla… Si de verdad usted quiere trabajar por Cristo, yo arreglaré que pueda usted ir a enseñar a esas almas. Pero ya hablaremos de eso después”.
Tenía prisa, porque empezaba una tanda de Ejercicios Espirituales, y le dijo que se quedase y los hiciese. María Isabel, aunque perpleja por el recibimiento que le había dispensado, se puso enteramente a su disposición desde el primer momento. Durante los Ejercicios sufrió mucho, porque el Padre quería probarla y actuaba con indiferencia hacia ella, pero bastaron esos pocos días para que él se diese cuenta que tenía delante un alma totalmente entregada a la voluntad de Dios y, providencial, para lo que el Señor le inspiraba.
No era empresa fácil, y costó un año encontrar quien quisiese acompañarla a la Sierra de Gibralgalia. Allí tuvo lugar la primera «Doctrina», que levantó en la ciudad una «polvareda» de críticas y comentarios desfavorables, pues todo parecía fruto de un celo extravagante, aventurero y peligroso.
En verdad que no era, desde luego, fruto de la prudencia humana, sino de una caridad sobrenatural, el que unas señoritas fuesen a instalarse en una choza, a convivir entre aquellos serranos que andaban descalzos, y a darles lo que a ellas también les había sido dado: la más elemental formación religiosa y humana. Comenzaron a visitarlos y, tal como les indicó el P. Arnaiz, establecieron clases de cultura general, labores y otras actividades, totalmente gratuitas; juntamente les iban explicando el Credo, la vida de Cristo, sus Sacramentos de salvación, los Mandamientos… En poco tiempo aquellas gentes viéndose dignificadas por su condición de hijos de Dios, se volcaban correspondiendo a su Amor.
Esta labor heroica fue recompensada a los dos meses por San Manuel González, entonces obispo de la diócesis, el cual viendo el sacrificio que hacían privándose incluso de la Comunión frecuente (a veces, si el río iba crecido, hubieron de estar quince o veinte días sin poder comulgar ni oír Misa), les dio permiso para tener, con ellas, el Santísimo Sacramento.
Este regalo, descansó el corazón ardiente de María Isabel, que viendo a su Señor «tan precioso», en aquella chocita, y amado de sus prójimos, con aquella sencillez, ya no dudó jamás. ¡Comprendió que había encontrado su vocación!
Había comenzado su andadura la «Obra de las Doctrinas Rurales».
LAS DOCTRINAS RURALES
El santo Obispo de los Sagrarios Abandonados apoyó desde el primer momento aquella labor misionera tan singular y necesaria en su extensa diócesis malacitana, y acudió a la inauguración de una pequeña iglesia construida en Gibralgalia gracias a la generosidad de María Isabel. Ese día se confirmaron trescientos treinta y tres vecinos, que ya habían recibido su Primera Comunión dos años antes, cuando el P. Arnaiz subió por primera vez.
María Isabel quedó sola en la Sierra alguna temporada y, llevada de su enamoramiento del Señor, le pidió al Padre permiso para estarse con Él todo el tiempo que pudiese, mientras no la ocupasen los prójimos. Allí en aquella capillita cosía, corregía los cuadernos y hasta… ¡comía! Dormía en un cuartito al lado mismo de la capilla y había dispuesto su colchón junto a una ventana de comunicación para ver al Señor. Vivía lo sobrenatural como si fuese natural y en este trato tan íntimo creció la presencialidad amorosa de Cristo en ella. Pocas cosas se traslucieron de aquellos días en soledad con el Señor. En María Isabel todo era de una simplicidad abrumadora; por humildad y discreción, no hablaba de sus intimidades pero, habiendo motivo y ocasión, no tenía ningún reparo en hacerlo.
En una de estas ocasiones, a propósito de la hermosa vocación a la que se sentía atraída, comentaba con sus compañeras que había sido el Padre Celestial el que la había llamado para aquella vida, pero a la vez, como creía y tenía entendido que el que llama es Cristo, no sabía si era aceptable aquel sentimiento, y que fue el P. Arnaiz el que la había sacado de dudas y le aseguró que sí, que el Padre llama,… claro que llama con la “Voz” que es su Hijo, pero llama el Padre. Como atrae el Padre, pero el atractivo es el Hijo, o mejor dicho, el vínculo o cuerda con que atrae es el Hijo y la fuerza atractiva es el Espíritu Santo.
El P. Juan Cañete S.J., Provincial entonces de Andalucía y fallecido también en olor de santidad, que había tenido que salir en defensa del P. Arnaiz y sus Doctrinas Rurales, escribió sobre María Isabel:
“Yo apreciaba mucho a María Isabel como se suele apreciar a los santos, y ella verdaderamente que lo era… La traté en varias ocasiones y aun la acompañé en algunas de sus correrías apostólicas por los pueblos y cortijos de Málaga, Sevilla y Cádiz, y siempre reconocí en ella virtudes cristianas nada vulgares. Noté en María Isabel un amor tan verdadero, sólido y a la vez tierno a Nuestro Señor Jesucristo, que le inclinaba constantemente a complacerle en todas cuantas ocasiones se le presentaban, sin reparar en sacrificios, de cualquier género que fuesen. Este mismo amor a Jesús encendía en ella el deseo constante de llevar a Nuestro Señor a las almas, preparándolas por sí y con el auxilio de sus compañeras, a fin de que conociesen, amasen, alabasen y sirviesen a su amante Jesús. Noté en ella gran caridad con las personas con quienes trataba y en especial con sus compañeras de apostolado; una humildad, sencillez y verdad en su trato, que se hacía querer y respetar de todos”.
Desde 1922 a 1926, en vida del P. Arnaiz, María Isabel trabajó junto a un buen grupo de catequistas y se pudieron hacer hasta veinte Doctrinas Rurales: En Málaga, además de Gibralgalia, La Parrilla, Alozaina, Montecorto, Las Mellizas, Las Capuchinas, Los Chaparrales, Alfarnatejo, Colonia de Santa Inés, Santa Amalia y Doñana, Los Remedios, La Sauceda y El Valle de Abdalajís, en varias de ellas en más de una ocasión. En la provincia de Cádiz: Naveros, El Palmar, Cañada de Taraje y Barrio Nuevo. Y pertenecientes entonces a la de Sevilla: La Muela y Gobantes.
El P. Arnaiz estaba en todo y las alentaba sin descanso:
“Mis buenas hermanas en Cristo Jesús:
Me ruega María Isabel que les ponga algunas letras. Yo nada tengo que decirles de nuevo, si no es que en todas las obras y en cada momento se acuerden que sirven al Señor a quien tantas veces hemos dicho que le queremos dar de lo que tenemos y podemos. Esto pide y eso quiere: que le den a conocer a esas gentes. Él les dará a conocer cuán agradable le es la obra. No escuchen al enemigo, que les pondrá desalientos…
No tengo tiempo para más consejos: poco cavilar y mucho trabajar y sacrificarse por el prójimo. Es lo que a Cristo, bien nuestro, le complace y lo que de ustedes desea y espera su affmo. hermano en Cristo Jesús.
T. Arnaiz S. J.”
En una ocasión en que María Isabel andaba preocupada porque tenía la impresión de que el P. Arnaiz se había disgustado con ellas, éste le respondió una carta que, como todas las que él les mandaba, guardaría como un tesoro; en ella les daba lo que habría de ser el lema de las Doctrinas:
“… Cuando me ven con pena, sólo es por lo que usted me dice, que casi nadie busca la gloria de Dios. Y mi deseo es que hicieran cierto un lema que se me ocurría fuera el de ustedes, opuesto a una queja de San Pablo, en este sentido, sólo intercalando un no, que hace la proposición enteramente contraria: Omnes quaerunt (non) quae sua sunt, sed quae Iesu Christi… (Todas busquen no sus intereses sino los de Jesucristo)”.
El Padre procuraba agrupar a las que se avenían mejor, pues aquello no era una comunidad religiosa, ni tenían votos ni compromiso alguno y de hecho, al cabo de un tiempo, la convivencia entre las doctrineras, vino a enturbiarse por pequeños piques y celillos entre ellas.
Viendo que el papel de María Isabel crecía a ojos vista ante el Padre, se formó en este mundo femenino cierto alboroto y comenzaron a circular unos chismecillos como “que el Padre le daba muchas alas y ya veríamos si sabía obedecer tan bien como sabía mandar”. Todos estos comentarios llegaban a sus oídos tarde o temprano y la hacían sufrir, aunque por su acendrada virtud no demostraba en lo exterior que aquello la afectara. Padecía también por causa de su salud, que como siempre, no era nada buena y, además, otros sufrimientos espirituales acrecentaban su cruz. Supo abrazarse a ella y en medio de esta época de desolación quiso grabarse con un hierro candente el Nombre de Jesús… Así contestaba, el P. Arnaiz, una carta de ella:
“Mucho siento cuanto me dice, por lo que la hace sufrir… Hasta que no esté bien del todo no haga lo del JHS y no muy grande ni muy fuerte. No pida que el Señor la lleve por ahora, antes al revés, que le dé salud y vida para gloria de Dios.”
Por la gloria de Dios pasaba por todo y seguía adelante como si nada le costase. Pero un buen día, María Isabel le dijo al Padre que seguramente tenían razón sus compañeras en lo de que no sabía obedecer y que quizá le convenía hacer un noviciado. Y él que sufría mucho también con todo esto, le contestó: “Bueno, pues ya le buscaré yo un noviciado”. Y con la resolución propia de un santo, la mandó a Murcia, a servir durante unos meses. No por esto amainó la tormenta entre las que la habían acusado pues comprendían que con ello aumentaba, más si cabía, la confianza del Padre en ella, como así ocurrió.
María Isabel, después de fallecido el Padre, escribía recordando sus desvelos por todas ellas:
“…El Padre con su celo y amor de Dios hizo el milagro de infundir en algunas señoritas el deseo de ir a vivir entre esas gentes para instruirlas. La paciencia que para organizar esas Doctrinas Rurales, tuvo que tener y lo que le dimos que hacer las que le ayudamos, no podrá saberse hasta el día del juicio, pero por lo poquito que ayudábamos a la gloria de Dios todo lo sufría con una mansedumbre y paciencia que nunca alabaré bastante…”
ARRECIAN LAS PRUEBAS
Pero el 18 de julio de 1926, moría su “Padrecito”, como llamaba cariñosamente María Isabel a su santo director. Ella trabajó lo indecible, junto con otros dirigidos del Padre, para que fuese enterrado en la iglesia del Sagrado Corazón y, a los seis días, formaron un Patronato para promover su beatificación. María Isabel hizo un viaje con otra de las doctrineras, María Martos, para recabar información en los lugares donde el Padre había ejercido su apostolado y comentó que para promover la causa del P. Arnaiz, las Doctrinas estaban dispuestas a quedarse sin un céntimo.
El cadáver del P. Arnaiz estuvo tres días expuesto, miles de fieles pasaron a venerar sus despojos. Había muerto en olor de santidad.
La muerte tan temprana del P. Tiburcio Arnaiz supuso para la vocación de María Isabel una durísima prueba, ya que apenas había otras dos que como ella, se sentían llamadas a una dedicación total a las Doctrinas. Las demás, una vez desaparecido el Padre, fueron dejando este apostolado en un goteo continuo e inexorable, unas muy pronto y otras al cabo de unos años.
Además hubo, de entre los padres jesuitas y sacerdotes diocesanos, quienes hicieron lo posible por recoger la grey dispersa del P. Tiburcio y quisieron darle forma de congregación religiosa con votos, noviciado, Casa de Formación, etc. Pero solo dos o tres de las catequistas se avinieron a ello y aquello no prosperó.
María Isabel continuó el plan del P. Arnaiz y en cuanto a su dirección espiritual, se apoyó en el P. Bernabé Copado S.J., el cual, siempre respetó las Doctrinas en su forma de ser y modo de organizarse y evangelizar, aunque dicha sea la verdad, nunca acabó de compenetrarse del todo con María Isabel. También se valió mucho de los sabios consejos del anteriormente mencionado, P. Cañete, que tanto la apreciaba.
Pronto, muy pronto, entre las que quedaron trabajando con ella (algunas, de las primeras que ya trabajaban en los corralones de Málaga, como Emilia Werner o Concha Heredia, etc.) y bajo el consejo de estos dos Padres, espigaron de entre las cartas y consejos que recordaban del P. Arnaiz, una especie de “Normas”, muy escuetas, para las que quisiesen seguir en las Doctrinas, contemplando en ellas tres posibilidades: las que vivirían siempre en comunidad, entregándose a ellas de por vida, como María Isabel; las que como “auxiliares” continuarían yendo y viniendo a sus casas; y las que por impedimentos de familia o enfermedad, apoyarían a la Obra con sus oraciones, limosnas y sacrificios.
María Isabel aparecía a los ojos de todos como la “capitana” de todo ello, empeñada en una misión imposible, cuánto más, viendo el personal con el que contaba… Y comenzaron a extenderse comentarios cada vez más desagradables.
Éstas y otras circunstancias adversas, además de su quebrantada salud, no pudieron apagar el fuego que ardía en el interior de María Isabel, y con caracteres de sangre consagró, su propia persona y las Doctrinas, al Corazón de “su Señor”, el Primer Viernes de octubre de 1928:
“JHS
Jesús mío, amor verdadero de mi alma. Puesta de rodillas delante de Ti y en presencia de la Santísima Trinidad, de tu Madre Purísima y de todos los Ángeles y Santos, consagro irrevocablemente a tu Corazón Santísimo las Doctrinas y todos mis trabajos. Te ruego que desde hoy te consideres su único director y apoyo en el cielo y en la tierra, y veles por ellas ya que tu amor fue su principio. Desde hoy, Señor, no quiero tener otra preocupación que la de servirte con fidelidad, segurísima de que Tú velarás por esta Obra de tu Corazón. Y para que pueda demostrarte con las obras la confianza llena de cariño que en Ti tengo, ayúdame a que sufra, sin quejarme ni hablar de ello, todo lo que tenga que sufrir por seguir esta vocación a la que tan sin merecerlo me llamaste y en la que me conservas a pesar de lo mal que te sirvo.
Imprime con fuerza en mi corazón el deseo de salvar las almas como Tú las salvaste, con el sufrimiento, la humillación y el abandono de todos. Señor, Tú sabes que, como te quiero con todas las fuerzas de mi ser, quiero ir por el mismo camino que Tú y muy cerca de Ti, pero que no tengo fuerzas. Desde hoy méteme en tu Corazón Divino y así tendré fuerza y luz y alegría al saberme tan unida a Ti.
A Ti me entrego y mis trabajos, y escribo y firmo esta consagración con mi sangre, pues en ella llevo el amor y la confianza que tengo en Ti. Corazón de mi Señor, de tu amor lo espero todo.
– María Isabel -”
En 1929 nombraron al P. Copado superior de la Residencia de Jerez, entonces archidiócesis de Sevilla. María Isabel alquiló una casita en esta ciudad y trasladó allí su sede de operaciones. El Cardenal Ilundáin las motejaba cariñosamente con el apelativo de “mis gitanas”, por la vida trashumante que llevaban, cambiando cada temporada de lugar, con su “casina a cuestas”, tal como el Señor había inspirado a María Isabel al principio de su conversión.
Durante esos años, desde que murió el P. Arnaiz, aparte de varias misiones preparadas por ellas, pusieron Doctrinas en: Barranco del Sol, La Cala de Mijas y Media Legua (Málaga), El Álamo, Tahivilla, Espartinas , La Salada, El Loro, El Cuervo, Arcos y el barrio de la Plata en Jerez, (Sevilla), La Mora, el Barrio de la Jarana, Cuéllar y la Polvorilla (Cádiz).
CONSOLIDACIÓN DE LA OBRA
Llegaron para España tiempos difíciles y revueltos con la Segunda República, y era fundado el pánico de los que consideraban una imprudencia su apostolado y exponer, así, la vida de aquella exigua comunidad. El P. Copado era de este parecer, por eso, permanecieron en la casita de Jerez haciendo algunos apostolados entre la gente humilde de las periferias. Al cabo de un año, sin poder salir a trabajar por estos temores, a pesar de lo enferma que se encontraba, en el Año Santo de la Redención, María Isabel tomó la resolución de hacer un viaje a Roma para consultar y ver cuál era la voluntad de Dios. El P. Copado accedió al fin a darle el permiso, pero sin entusiasmo ninguno y más bien contrariado.
Allí estaba desterrado el cardenal Segura que conocía a María Isabel y a su familia. Éste las había animado a hacer el viaje y las acogió paternalmente. Les dijo que, si los primeros cristianos se hubiesen negado a evangelizar por temor a lo que les pudiese ocurrir, no se hubiese extendido la fe, así que continuasen sin miedo, fiadas de Dios. El Cardenal, dijo años después, ya fallecida María Isabel, que “no había conocido alma más heroica que la de ella”.
También conoció en la Ciudad Eterna al que había de ser, a partir de entonces, su nuevo director, el P. Juan Antonio Segarra S.J. Este santo jesuita, después de tratarla apenas unas horas, se sintió compenetrado con ella y con el espíritu de las Doctrinas, y María Isabel, al cabo de unos días, llena de agradecimiento exclamaba: «Yo creí que al morir el padre Arnaiz, el Señor rompió el molde; y resulta que me lo devuelve ciendoblado». El P. Juan Antonio Segarra les predicó un retiro durante este tiempo que pasaron en Roma, que culminó con la entronización del Corazón de Jesús en el corazón de cada misionera, y así este pequeño grupo, que había perseverado junto a María Isabel, consolidaba la nueva Obra Misionera. Era el 25 de marzo de 1933.
La entronización llevó a María Isabel a la plena identificación con Cristo. En una de sus cartas al P. Segarra le comentaba:
«Toda la práctica de la entronización consiste en hacer la voluntad de Dios, en servirle. Al hacer la entronización nos incorporamos a Cristo, es decir ya estamos desde el Bautismo, pero entonces apretamos más esa unión y nos metemos conscientemente en la Vida divina. ¿Cómo servir si se forma ya una sola cosa con el Señor, y el amor hace que no se tenga más que una sola voluntad? Del Señor no puedo entender que sea el ‘Gran Siervo’. Porque la voluntad del Padre cumplida por Él con tanto Amor, con el mismo Amor, ¿cómo va a ser servicio? Yo no sé si estaré siendo un poquillo hereje porque me metí de tal manera en mi Señor que conscientemente es como si no existiera; y, según pasa el tiempo, hasta inconscientemente voy perdiendo mi personalidad. Antes estaba llena de deseos de ser santa, de trabajar, de sufrir… ahora no tengo ni uno; y es en lo que no sé si seré hereje. Porque me parece que soy miembro de Cristo y que un miembro no tiene deseos ni nada. Eso es cuenta del Corazón, y el miembro sólo tiene que obedecer al alma (Espíritu Santo) o al Corazón. Sólo estar unida al Amor para amar. Pero ni más amor deseo. ¿No tengo al Amor por Corazón? Pues no puedo amar más. A mí me va muy bien uniéndome y apretándome al Señor, queriendo con su Corazón al Padre y no acordándome ni de que existo. Y ahora caigo en la cuenta de que no es herejía porque ‘¡es Cristo quien vive en mí!’. Así sea”
Al volver de Roma, siguiendo las indicaciones del Cardenal Segura, se instalaron en Barcelona. Él mismo les dijo que las recomendaría al Doctor Irurita, obispo de dicha diócesis. Durante el tiempo en que trabajaron allí, Irurita pudo admirar el valor y la pobreza en la que vivían. Una vez fue en persona a visitarlas, y arrodillado junto al lecho de María Isabel, impetró del Señor su curación, ya que por aquella época era raro el día que no hubiese de guardar cama. Su secretario salió de la visita diciendo que aquello era “un escándalo” (en el mejor sentido de la palabra), y el obispo mártir las llamaba “las locas de Jesús”.
Estuvieron trabajando en el Bogatell, San Adrián de Besós y Pelegrí, en zonas muy deprimidas, donde todavía no habían sido creadas las parroquias.
En aquellas circunstancias y tiempos, estos barrios eran verdaderos “polvorines”, pues sus gentes estaban muy castigadas, vivían en extrema pobreza y sumidos en la mayor ignorancia, por lo que las propagandas políticas revolucionarias hacían su agosto entre ellos. Más de una vez hubieron de clausurar las clases por amenazas de bombas o cosas semejantes.
Lourdes Werner recordaba: “Vivíamos en una casucha medio destruida de una fábrica en ruinas… Una noche, dos que dormíamos en un gallinerito que tenía comunicación con la casa, oímos voces y al mirar por la ventana vimos unos cuantos hombres con una luz dentro mismo del patio. Muertas de susto acudimos a María Isabel, ésta nos hizo guardar silencio y acostarnos en seguida, para no alarmar a las demás y con una autoridad tan grande, que no pudimos ni irnos a la capilla a esperar el resultado de lo que nos quisieran hacer, y es que veía de mayor importancia, que lo que materialmente pudiera ocurrir, el que alguna juzgase, por aquel peligro, que debíamos abandonar aquella Doctrina. Nos dijo que servíamos a Dios y que si nos ocurría algo, es que era esa su voluntad. Dios realmente veló por nosotras, pues aunque a nada bueno debían venir aquellos hombres, se fueron sin que nada ocurriese…”.
Como muy bien decía Lourdes, Dios en su providencia veló por aquel pequeño rebaño del P. Arnaiz. El cardenal Ilundáin las reclamaba para la diócesis hispalense desde que se habían ausentado de ella, y María Isabel decidió satisfacer su petición en el verano de 1935, por lo que, dejando sus cosas en Barcelona para volver después, pusieron rumbo a Sevilla, a Villanueva de las Minas, lugar que les había indicado el mismo Prelado.
Si las barriadas de Barcelona eran un polvorín, su nuevo destino no lo era menos. De hecho, ya en febrero de 1936, hubieron de salir de hurtadillas al terminar la misión que organizaron y que predicó el P. García Alonso S.J., en la que unos cincuenta mineros, entusiasmados después de la Comunión general, recorrieron las calles del pueblo cantando “Corazón Santo” y otros himnos semejantes, referentes al reinado de Cristo. Eran las vísperas de las famosas elecciones del Frente Popular.
Habían salido de Villanueva por prudencia, pues después de este acontecimiento recibieron algunos “avisos”, y tenían intención de regresar, una vez pasadas las elecciones, a terminar sus labores apostólicas, sin embargo los acontecimientos se precipitaron. Los disturbios, muertes, quemas y asaltos de iglesias llevados a cabo por fuerzas revolucionarias, fueron continuos durante esos meses, hasta el 18 de julio, fecha en que se produjo el levantamiento militar.
Al sorprenderlas en Jerez, allí permanecieron durante toda la contienda, ofreciendo al Señor sus padecimientos por la salvación de España y el triunfo del reinado del Sagrado Corazón.
ÚLTIMOS AÑOS Y MUERTE
Ya hacía algunos años que María Isabel soportaba un cáncer muy doloroso, que le hacía guardar cama casi continuamente. Aun así nunca dejó por ello de acudir a los diversos lugares de apostolado y desde su lecho alentaba y dirigía las Doctrinas. Algunos párrafos entresacados de sus cartas nos dan a conocer el estado interior de su alma durante esta etapa:
«Vivamos nada más que para Él, para sufrir y hacer redención con Él, para decir a todos el Padre que tenemos».
«Estoy hecha una piltrafa de cuerpo, de alma, en lo material, en lo espiritual. Es como una ola negra, fría que lo invade todo con una fuerza increíble. Dios quiera que en todo esto no haya nada de ofensa suya. Todo lo que pidan por mí me parece poco».
«Esta mañana después de comulgar y durante toda la mañana, que pude casi toda, estar sola con el Señor, sentía el deseo y la necesidad de que Dios me poseyese toda, que me consumiese el Amor entera, en cuerpo y alma, en holocausto de amor».
«Qué vendrá después de esto, no lo sé; pero unida a mi Esposo de sangre (que lo quiero así) y en brazos de mi Padre Celestial, nada temo».
«Yo me quedo en la cama con mi crucifijo apretado al corazón, besándolo de vez en cuando y sin poder calentar mi corazón chico que cada día está más arrugado y asquerosillo. El de mi Señor, cuando puedo actuarme en la incorporación (que algunas veces me resulta imposible) está hecho un sol y disfruto de que haya un Corazón que quiera a mi Padre Celestial como me gustaría quererlo. Si no fuera por trabajar por las almas y poder sufrir algo por el Señor, ¡qué ganas tendría de estar ya en la Patria!»
Los sufrimientos tan intensos, y las incomprensiones que la rodeaban, santificaron en poco tiempo su alma noble y generosa.
El P. Castro, su primer director y testigo de la conversión de María Isabel en aquellos Ejercicios de 1920, declaró:
“Al volver de las Islas (había estado en las Islas Carolinas) este año de 1937, en enero, al verla, he de confesar encontrarla muy santa y entregada a la divina voluntad de un modo no común. Su modo de llevar las enfermedades que la han llevado al sepulcro, así como su conformidad y alegría en medio de la pobreza que padecía y otros trabajos, como el abandono humano, la soledad en que se encontraba de parte de los hombres, el poco apoyo que a su Obra le hacían, y otros semejantes, me admiraban sobremanera. Su Obra, singular, creo que ha sido poco comprendida y esto le hacía sufrir, pero con alegría y en paz lo veía todo, no deseando sino conocer la voluntad de Dios respecto de ella para proceder, bien destruyéndola o bien siguiendo trabajando en ella”.
Ella misma declaraba al P. Juan Antonio Segarra en otra carta:
«No se puede figurar siquiera la cantidad de tribulaciones que llueven sobre esta pequeña Comunidad. A mí me da el Señor una paz y una alegría, en medio de tantas cosas, que no me conozco, y pienso si será que ya me va a llamar, pues me encuentro sin cruz y con un gozo por dentro inconcebible… es una especie de milagro que hizo el Señor conmigo sobre todo… (recordando)… cómo estaba el año pasado por este tiempo, y eso que no tenía encima ni la décima parte de las tribulaciones que ahora tengo… Pero como le digo yo veo no sólo la mano del Señor, sino que me parece ver hasta la risa con que lo hace y no puedo sufrir, sobre todo viendo la ganancia espiritual que esto nos trae porque si no, estoy cierta de que el Señor no nos lo mandaría».
Presentía cerca su fin y no se equivocaba. El día 5 de junio padecía atrozmente y decía a sus compañeras: “Id a hacerle al Señor una visita de mi parte y pedidle que no me desespere, que si Él quiere que me tenga así hasta el fin del mundo, pero que no me desespere”. Salían de sus labios jaculatorias como: “¡Ay mi Señor!” o “¡Mi Jesús!”. Lourdes Werner recordaba admirada que, todavía esa tarde, estuvo un rato haciendo Detentes del Corazón de Jesús, pero ya no podía más y se acercaba su hora.
Por fin el 6 de junio de 1937, en Jerez de la Frontera, entregó su alma a Dios después de haber recibido con gran fervor los últimos Sacramentos.
La misma Lourdes, que quedaba como responsable de la “chispica” de Obra que dejaba María Isabel, recordaba así aquellas horas de angustia y desolación: “Estaba agonizando, y nosotras, al darnos cuenta de la pérdida que se nos echaba encima, andábamos como locas, clamando al cielo por nuestra amadísima María Isabel, que nos dejaba en la más desolada orfandad… Y se nos iba de nuestro lado cuando más parecía necesaria aquella mujer fuerte, de criterios tan seguros, de inteligencia tan poco común, de corazón inmenso, de comprensión incomparable, de piedad solidísima y sencilla, de celo abrasador por las almas, de bondad y cordialidad inagotables, de sacrificio e inmolación connatural e ilimitada, de delicadeza y finura espiritual difícilmente igualables…
Muerta ya, y en aquel sillón donde años y años la habíamos visto agonizar, con los terribles ataques de sus enfermedades crónicas e incurables, y dolorosísimas, que la iban agotando inexorablemente, no quería nuestro corazón de hijas creer en la muerte. ¡No podía ser! Pero en el reloj de la Divina Providencia, aunque no lo viésemos, había sonado la hora de su descanso corporal, la del eterno abrazo con aquel Señor al que tanto había amado y tan fielmente servido, no menos en la salud que en la enfermedad”
El sepulcro fue prestado; y con una limosna que les llegó providencialmente, pudieron costear los gastos del funeral. Había hecho realidad aquel deseo de niña de “no ser nunca rica”, pues había dado, a su Señor y a sus pobres, todo cuanto era y tenía.
El testimonio del que había sido su último guía espiritual, en la carta de pésame que les escribió desde Roma, habla por sí solo:
“María Isabel, ya en el cielo es más nuestra que nunca. Todas sus excelentes e inmejorables cualidades connaturales: aquella visión clarísima de las necesidades del mundo, aquella genialidad en adoptar los medios más sencillos y profundos con una maravillosa adaptación y oportunidad, aquel corazón de fuego, todo generosidad y entrega sin límites para lo bueno y santo, aquel sentido íntimo de comprensión y compasión de los pobres; todo esto que vosotras habéis gustado de cerca en estos años de continua convivencia y que yo mismo conocí profundamente aquí en Roma; todo esto, que ya en este mundo María Isabel lo había puesto enterísimo al servicio puro de nuestro Padre Celestial en su Hijo; ahora, con la muerte, no desaparecerá de nuestro lado, sino que, divinizado más que lo estaba, se empleará con mucha mayor eficacia en llevar adelante la Obra que el P. Arnaiz inició en nombre de Dios y que Dios mismo, a pesar de los hombres, le confió a ella para que la conservara y arraigara en la pureza de ideales, en la profundidad del dolor, en la naturalidad de la humildad, en la fortaleza inquebrantable. Este periodo de humana oscuridad y de persecución entre solapada e involuntaria, ha formado el tronco granítico de vuestra perfección interior y del conocimiento y compenetración con la altísima misión que el Corazón Divino de nuestro Jesús os tiene destinada. La Obra seguirá y crecerá; y nuestro Corazón no permitirá jamás que olvidemos que todo el fruto que venga arranca de este periodo de humillación por el que habéis pasado al lado y en estrecha comunicación con María Isabel, gran mujer católica, española, al estilo de Santa. Teresa, pero sobre todo víctima inmolada sin reservas, con pleno conocimiento, a la voluntad del que se la había conquistado y la había arrancado del mundo para hacerla suya.” (P. Juan Antonio Segarra S.J.)