Artículo del Boletín de las Misioneras nº36
“Esta frase fue pronunciada reiteradamente por muchas personas durante los meses de preparación a la beatificación del P. Tiburcio Arnaiz S.I. Cuando relatábamos la biografía del Padre y el comienzo de las Doctrinas Rurales por los pueblos más abandonados, hacíamos una breve reseña de la vida de su más fiel colaboradora, y cofundadora de la Obra de las Doctrinas Rurales, María Isabel González del Valle Sarandeses. Su conversión, su amor al Señor, su heroísmo en la entrega total y generosa a los más necesitados, hacían intuir que, detrás de esa figura sonriente y llena de paz, había una historia de amor al Señor nada común. Nosotras, al percibir esa admiración por parte de personas que nunca habían oído hablar de ella, sentíamos como un aldabonazo que nos empujaba a comenzar su proceso de beatificación.
La fama de santidad por aclamación popular con la que muere el 18 de julio de 1926 el P. Arnaiz, no tiene comparación con la muerte de María Isabel el 6 de junio de 1937, en plena Cruzada Española, confinada en Jerez de la Frontera y en una situación de pobreza y de soledad tremendas.
¡Qué misteriosos son los caminos del Señor!. El P. Arnaiz de una familia vallisoletana humilde y criado con muchas fatigas por una madre viuda, es enterrado en la Iglesia del Sagrado Corazón después de ser paseado en olor de multitudes, por las calles de Málaga.
María Isabel, hija de una familia acaudalada ovetense y criada entre lujo y esparcimientos, muere en una pobre casita, acompañada de tres jóvenes misioneras que no tienen ni una peseta para enterrarla, y son socorridas con una limosna para colocar sus restos en un nicho prestado del cementerio de Jerez de la Frontera.
El P. Arnaiz muere publicando, con una humildad preciosa que él no se merece nada del lujo de cuidados, médicos y medicinas que le están proporcionando, que todo lo debe a ser miembro de la Compañía de Jesús. Y María Isabel, muere contenta en medio de sus sufrimientos y enfermedades, abrazada a su crucifijo, identificada hasta en la muerte con su Señor, en la soledad, la pobreza y el dolor. Viendo hecho realidad lo que ella presintió leyendo el texto evangélico del joven rico en el jardín de su palacete, cuando apenas tenía 7 años: «¡Yo no seré nunca rica!»
Nuestros dos fundadores son un ejemplo de lo variado y admirable del ramillete de almas santas que Dios Nuestro Señor ha ido modelando a lo largo de los siglos para su Gloria y para que sean nuestros intercesores y ejemplos”.